7 de marzo 2020 | 4:50 am

Con motivo del 8 y 9 de marzo, EL CEO invita a mujeres empresarias, analistas y líderes en su campo a compartir una reflexión sobre el Día Internacional de la Mujer y el movimiento #UnDíaSinNosotras.

Por: Isabel Davara                                                                                                                        Socia Fundadora y Directora de Davara Abogados

Estoy acostumbrada a escribir sobre temas supuestamente complejos y técnicos. Sin embargo, este artículo me produce una enorme responsabilidad y lo abordo con una gran humildad.

Soy una mujer privilegiada, debo decirlo desde el principio. Pero precisamente admitir este privilegio incluye intrínsecamente la tremenda injusticia diaria que asumimos con naturalidad. ¿Por qué no haber sufrido una discriminación o violencia palpable tiene que ser considerado un privilegio?

Mi privilegio viene, además, de mi entorno.

En primer lugar, de mi entorno personal. No hay hombre más hombre o más fuerte que aquél que quiere una mujer fuerte a su lado, y así es mi marido, que siempre buscó una compañera de viaje. Recuerdo que la primera vez que me lo dijo, me sonó poco romántico, así de tradicionalmente errónea había sido mi crianza, como si ser más débil y necesitar que me protegieran me definiera en mi feminidad.

Hoy en día, le agradezco y admiro que me haya impulsado a desarrollar todo mi potencial, sin que eso cuestione en nada, sino al contrario, mi feminidad ni mucho menos su hombría.

Además, mi hijo de 13 años, que fue el primero que me habló del movimiento del #UnDíaSinNosotras, cuando me enseñó que iba a firmar una petición para que a todas las mujeres y niñas de su colegio no se les penalizara el nueve de marzo de 2020 por no asistir, que haría la tarea a sus compañeras, y que quería ir a la marcha.

En segundo lugar, de mi entorno profesional cercano. Ser fundadora y socia directora de un despacho de abogados podría haber sido un reto para los hombres en este entorno tradicional. Jamás lo he sentido así.

Mis colegas son de alabar -y de nuevo la tristeza de que esto sea alabable- porque hemos hecho equipo de una manera natural, fluida. Jamás he sentido que el género sea un factor diferenciador en nuestro despacho. Si fuera de otra manera, lo diría sin lugar a dudas.

Siempre he mantenido que no me he sentido particularmente discriminada por ser mujer. Sin embargo, con el tiempo, me he dado cuenta de que tengo una tolerancia inconsciente a las pequeñas manifestaciones misóginas diarias.

Es decir, que me he hecho supuestamente más fuerte haciendo como si no importara, como si quien decía “una tontería hiriente” fuera tonto y débil, y no mereciera la pena ser corregido en su insignificancia. Probablemente había interiorizado no defenderme por no ser autoritaria, extremista, histérica, y un sinfín de calificativos similares, y especialmente por el evidente temor al fracaso basado precisamente en que se me acusara de ser alguna de las cosas anteriores por defenderme.

¿Algunos ejemplos? Llamarte “mi hija” en una negociación con tu cliente, preguntar “¿con quién dejas a tu hijo?”, o peor, preguntarle a él “¿dónde está tu mamá?, “ya cásate”, “no gesticules tanto al dar una conferencia que te ves muy fea”.

Solo piensen, por ejemplo, en la infinidad de palabras que en masculino significan algo bueno o al menos neutral y que en femenino significan casi siempre “de moral distraída” (zorro, tipo, individuo, cerdo, perro, hombre público, brujo, querido, golfo, un cualquiera, atrevido). Insisto, soy una privilegiada -tristemente-, y seguro hay muchos y peores ejemplos de vivencias.

¿Ven? De nuevo vuelvo a minimizar lo que se asume como un costo por defecto.

Mi artículo no expone hechos y cifras de violencia y desigualdad porque no es mi área de experiencia y porque hay multitud de artículos que las plantean, pero no puedo dejar de reiterar, desde la humildad con que abordo esta opinión, que la cotidianeidad es lo más desgarrador.

Hace un par de días, leyendo el magnífico libro ‘Los Niños Perdidos’ de Valeria Luiselli, sobre niños migrantes indocumentados en Estados Unidos, me salpicó la cifra de que el 80% de las mujeres y niñas que migran saben que van a ser violadas y por ello adoptan métodos anticonceptivos, porque es un hecho ya descontado.

¿Qué es más desgarrador, la deshumanización de las víctimas desde el criminal, desde las propias víctimas o desde la sociedad en su conjunto?

Además de estas grandes tragedias que muchas sufren y que motivan en gran parte este movimiento -especialmente con las cifras en nuestro país- lo que todas sufrimos, de lo que ninguna nos libramos, son las incomodidades diarias, pequeñas, constantes, que experimentamos a todas horas, que van horadando poco a poco, y que además asumimos como algo inevitable, que es así, sin más: estar en un elevador y sentirte observada o que te dé angustia quedarte con un hombre a solas, aunque ese pobre señor no tenga la más mínima responsabilidad.

Caminar por la calle a solas o esperar un taxi, ya ni qué decir el metro, donde la mera existencia de vagones especiales para mujeres es una ofensa y rendición palpable del sentido común y respeto a los valores básicos; tener estrategias de cuidado para avisar a familiares y amigos constantemente de tu localización; cuestionar siempre qué llevas puesto y a dónde; y multitud de etcéteras que cada uno de ustedes pueden imaginar.

Es una angustia inconsciente diaria, constante, un estado de atención y alarma en el que no puedes bajar la guardia, en el que no sabes bajar la guardia, incluso aunque a veces no lo necesites, es un hábito agotador.

Ser mujer hoy en día es cansado y enormemente complicado. Hay demasiadas instrucciones que se nos transmiten constantemente, de forma consciente e inconsciente, y en muchas ocasiones contradictoriamente.

Desde que tienes memoria hay millones de reglas: cómo hablar, y en qué volumen, cómo pedir las cosas, cómo vestirte, cómo comportarte, qué hacer, qué no hacer, qué estudiar, qué se espera de ti, sólo por tu género. Y todo eso sin añadirle todos los demás oficios que tienes que representar a la vez: cuidadora de niños, cónyuges y ancianos, enfermera, psicóloga, administradora, cocinera, ama de casa, y si no haces alguna, si no sabes hacerla, estás en deuda con la sociedad y contigo misma, no cumples.

Parece que con el género viene una paciencia intrínseca, y no es verdad, no nos queda de otra que sacarla de donde sea, pero no nos gusta, nos agota, nos frustra, nos enoja, nos desconcierta, nos entristece, porque no es simplemente entendible desde un puro sentido de justicia.

Crecí en un entorno en el que ser feminista impedía ser femenina. Me ha llevado muchos años reconocerme como una feminista extremadamente femenina. Aún ahora cuando lo escribo me suena raro. Y, ¿por qué hay que ser feminista? Porque existe una verdadera, palpable y constatable desigualdad: en cargas en la vida personal, en retribuciones, en estándares estéticos y sociales.

A quienes no lo crean, ¿de verdad preferirían que se estuviera luchando como “masculinistas” porque los hombres estuvieran en esta tremenda situación de discriminación, violencia y desigualdad? ¿Por qué simplemente no existe el término? Porque, afortunadamente, no se requiere.

¿Por qué es necesario manifestarse? Porque estamos luchando por cambiar toda una historia de injusto patriarcado, donde nacer niña es en muchas ocasiones ser de segunda, un bien ‘semoviente’ sobre el que decide su padre o posterior marido, o un problema, o al menos una preocupación en el fondo.

Porque necesitamos explicar muchas veces las cosas que nos pasan, primero para que nosotras mismas seamos conscientes de ellas -porque nos hemos forzado a ocultarlas y a ocultárnoslas, a hacerlas “normales”- y porque quien no las ha vivido no puede entenderlas si no las explicamos mucho y muchas veces, eso es lógico.  Porque también ellos están asustados, asustados de que las cosas cambien, de que pierdan sus privilegios, de convertirse en nosotras.

No tengan miedo a soltar, no tengan miedo a compartir parte de sus privilegios, para que en realidad dejen de serlo, para que todas estas reivindicaciones sean trasnochadas. En serio, les va a gustar. Seremos todos más libres, más humanos, más plenos.

Es nuestro deber manifestarnos. Por las que empezaron antes. Por las que no pudieron. Por las que vienen después. Por las que no pueden. Por las que creen que no quieren hacerlo.

Y por nuestros compañeros, los hombres, porque vivir en equidad no sólo es una cuestión de justicia social, sino que traerá sin duda más felicidad y paz compartida. Ojalá cada vez más hombres sean, como muchos lo están ya siendo, grandes de espíritu, empáticos, y, en definitiva, se liberen de atavismos esclavizadores también para ellos.

El camino a la igualdad no requiere indefectiblemente de una pérdida. Compartiendo se puede tener más, se puede construir juntos, y entrar a un mundo más amable, más libre, más enriquecedor.

Seamos todos feministas porque ahora se requiere, para algún día poder ser solo humanistas.

Sobre la autora:

Isabel Davara es socia fundadora y directora de Davara Abogados, un despacho que se especializa en Derechos de Tecnología de la Información. Puedes seguirla en Twitter como @isabeldavara.

Este texto es un blog de opinión. Su contenido es responsabilidad del autor y no representa necesariamente la postura de EL CEO.

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